«Bueno, ¿qué hacemos?

Ha venido. Sabía que lo iba a hacer. Nunca pensé que durase tan poco tiempo sin mí pero aquí está, a mi vera con cara de relativos amigos y esa mirada que ponen los maridos en verano de “bueno, ¿qué hacemos?”. “Yo de momento escribir”, le digo con cara de relativos amigos, mientras merodea por la zona con esa habilidad especial que tienen los hombres para merodear y que parece intensificarse en periodo de vacaciones. No lo digo yo, lo dicen todas. Y eso, que quede bien claro, que el mío es la independencia en estado puro. Pero aún así, merodea. Él y los de su sexo. Es como si estuvieran al acecho. Mira el reloj. Son las 12 y los adolescentes siguen dormidos. La cara se le tensa. Casi tanto, como me gustaría a mí que se tensara la mía de por vida. Cuestión de estética, claro. Siento esa misma tensión en el ambiente. Y esto no ha hecho más que empezar. “¿Han venido los del wifi?”. “No, me dijiste que ya lo habías hecho tú”, contesto modelo Santo Job. No hubo tregua. Saltó como un energúmeno. “¿Que no han venido? Pero qué se han creído, los niños durmiendo, a ti no hay quien te hable cuando escribes (cierto) y estás insoportable (falso), yo que he hecho un esfuerzo para estar todos juntos, esto parece un hotel, mira como han dejado la terraza, todo lleno de arena como si fueran unos niños, y tu madre….” “¿Mi madre?”, le corto de cuajo. “Mi madre está en La Granja”. Paró en seco. Adora a mi madre, doy fe, pero le salió todo de corrido. Debió ser algo del subconsciente. Ahí se quedo la cosa. En ese momento llamaron a la puerta. Era el técnico del wifi. Con una sonrisa de oreja a oreja nos saludó, para de inmediato coger una llamada de su teléfono. “Gordita, mi amor, te quiero, te he dado un besito muy suave antes de irme para no despertarte porque parecías un ángel, bueno lo que eres. Te quiero, te quiero y te quiero, pero te tengo que colgar porque he llegado a casa de unos clientes”. Colgó y nos miró. Me salió del alma. “¿Era tu hija?”, pregunté (deformación profesional en periodo de investigación). “No, era mi mujer” , dijo con una especie de resplandor en su rostro. “Ah, ¿recién casados?”, continúe. “No, llevamos diez años”. Caí desplomada. Sin más.

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