La manzana mordida

En pleno proceso de creación trascendental muere mi otro yo. El ordenador. No enciende. Nada. Nada de nada. Ni un ruido. Me pongo nerviosa. Muy nerviosa. Llamo a mi hija, Ellita y me dice qué hacer Hago auténticos malabarismos para poner los dedos -en mi caso morcillas- como me indica. “Manten pulsadas a la vez las teclas shift, comando, P y R”. Claro Ellita sabe lo que es la tecla shift, pero hasta lo descubro los otros tres dedos están a punto de gangrenarse. Ante mi incapacidad me voy a la tienda que tiene la famosa manzana mordida en el centro comercial de “La Cañada”, donde aparece de sopetón una loca de 53, portátil en mano, con la cara más desencajada de lo que por Naturaleza corresponde y unos ojos hinchados y suplicantes que dicen, más o menos, lo mismo que todos los clientes cuando su manzana está envenenada.

“Hola, se me ha muerto el ordenador, lo necesito, más que a mi vida, es urgente, ¿quince días?, pero estáis locos, como voy a vivir sin él (que no sin Él), por favor, os lo suplico, hago lo que queráis”. En la barra del “Genius Bar” están acostumbrados a cualquier proposición deshonesta. “No podemos hacer nada, todo el mundo llega igual”, me dice Juan Antonio, el primer hombre que me salva la vida. Pero mi aspecto de cordero degollado le debió tocar el alma porque hizo lo imposible para que reviviera. Cuando oí el “dong” de encendido me lancé a sus brazos y entre sollozos le dije. “Eres el nuevo hombre de mi vida”. No perdió la compostura. Sin darme una falsa esperanza me dijo que posiblemente la resurrección no sería eterna y que guardara lo que más me importaba. Por supuesto no lo hice. Lo olvidé. Como casi todo. Me fui amándole. Aunque, como me había advertido, mi otro yo “remurió”. Y volví. Al edén. Al paraíso terrenal. Poblado por jóvenes -más hombres que mujeres- a cada cual más guapo y más educado. Más amable y más comprensivo. Más inteligente y más paciente. La gran manzana. Esta vez me atendió Nacho. Me salvó del infierno. Hizo que no tocara la manzana prohibida y durante horas -no exagero- consiguió devolverme, uno a uno, todos los documentos que necesitaba. Le dije que me quería casar con él. Evadió la respuesta. Siempre lo llevaré en mi corazón. A él y a Juan Antonio. Gracias. Que el mundo aprenda de vosotros.

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