Las cosas de San Valentín

 

Siento un incipiente aleteo en el estómago. Un sentimiento ajeno a mi voluntad me perturba y me empapo de coquetería. Lucho contra él. Que no con Él. Me llama una amiga y me cuenta que un hombre ha caído rendido a las palabras del libro “A la madura Dios no la ayuda . Me suena, pero mi humildad me impide confesar. El hombre, un sabio sin duda, necesita acercarse a mí para decirme que, como si de un manual de San Valentín se tratara, ha devuelto la paz, la armonía y el amor a su difícil caminar en la senda del matrimonio. Ahora entiende como nunca a su “Ella”. Me sonrojo. Me hincho de gozo. Sus palabras me afectan más de lo que deberían. Lo sé. Recibo otro mensaje. Lo juro. De otro “Él” que acaba de leer el mismo libro y, además de entretenerle muchísimo, le ha hecho aprender. De lo bueno y de lo malo de cada uno. “Ya tengo regalo para San Valentín”, apunta.
Sin quererlo me enamoro. De todos los hombres que han tenido la delicadeza de leer esta obra cuyo título parece estar más centrado en el universo femenino. Y encima les ha gustado. Sonrío. Y me reafirmo sin fisuras: Ellos también tienen su corazoncito además de ser tiernos e inteligentes. Me siento incómoda. Dudo. Siento que Cupido me ha vuelto a tocar con sus flechas para hacer de mi estómago un aleteo constante de mariposillas. ¿Habrá comenzado su labor San Valentín? Como si de un conjunto de ondas gravitacionales se tratara siento como curva el tiempo y el espacio y viaja a la velocidad de la luz para llegar cuando es debido. Pero rechazo su trabajo y me centro en mi Él. El que de verdad me importa. Y se lo hago saber al santo. Que la tentación no se cruce en mi camino porque no tiene nada que hacer. Yo solo se lo digo a mi Él. “ Te quiero mi amor. Te amo, mi amor. Ay, San Valentín. El culpable de que tú, yo, ese y aquel nos uniéramos en matrimonio. “¿Matrimonio? Mártirmonio, “Mivi” (de mi vida)”, me dice guasón. Tontorrón. Siempre con la misma broma. Y aquí está. Veinticuatro años después. Como tú, yo, ese y aquel. Qué bonito. Qué precioso.

San Valentín. Unos dicen que se convirtió en mártir. Ahora entiendo lo del término. “Mártirmonio”. Otros, los romanticones, que casaba en secreto a los jóvenes en Roma, allá en el siglo III, a pesar de que el emperador, Claudio II, lo había prohibido. Él si que lo tenía claro: los solteros sin familia eran mejores soldados. Pues claro. Qué listo. Que para guerras con una sobra y basta. Y en la del matrimonio te pasas la vida buscando la paz. Normal. Si es la única guerra en la que duermes junto al enemigo. Todo menos que el otro se enfade. Qué quererle le quieres. Y mucho. La culpa la tiene Cupido. Que se empeña en atacar con una sola flecha, la del amor, y se olvida en la recámara las flechas de las instrucciones. Las que te hagan entender. Las que te ayuden a descansar. Qué al final te agotas de tanto pensar. En la estrategia, lo más importante sin duda para ganar la guerra. Con astucia, coraje, inteligencia, valentía. Cruzando palabras en vez de parrafadas. Estando preparada para salir media hora antes de lo previsto en vez de la hora exacta en la que tienes la cita. Por ejemplo, una cena. Hay que sorprenderles. Como los buenos guerreros. Y si la cita es a las 9.30 no empieces a arreglarte a las 9.30. Hazlo a las 9. Estrategia. Para evitar lo evitable. Como la comunicación en las horas prohibidas. Cuando el ruido de un móvil basta para que estalle la bomba. Para ver más allá. Siempre. Que como dice el refrán el amor es ciego pero el matrimonio te devuelve la vista. Y la tuya tiene que ser larga. Muy larga. Tan larga que te haga comprender, por fin, que ellos también pueden tener razón. Y la tienen. A veces, pero la tienen. Y más ahora que se acerca San Valentín. Qué buena idea. Regalar el libro que ayudará a unos y a otros en la ardua tarea de la convivencia. Lo sé. Él y Ella son los auténticos protagonistas. No se puede pedir más. ¿Cómo era? “A la madura Dios no la ayuda”. Lo pienso recomendar. ¿Por qué será?

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