Testigo de cargo. La cara más oscura de una tarjeta de crédito.

Me cogió infraganti. Desde que leí lo de las tarjetas de crédito la paz desapareció de mi alma y vivía sin vivir en mí. Los días se presentaban eternos y la angustia me impedía razonar. Le analizaba a todas horas. Al despertar me paraba ante “Él” y le escrutaba con la mirada intentando descifrar qué se escondía bajo su rostro soñoliento. Al afeitarse, me postraba ante el espejo, y le observaba atentamente y de manera minuciosa de frente y de lado, desde diferentes ángulos. Y así a todas horas. Lo increíble es que “Él” ni se inmutaba, lo que acrecentaba mis sospechas. Opaco, se mostraba opaco. Imposible descubrir a través de su masa lo que se ocultaba detrás. Seguro que esa era la actitud a tomar para no ser descubierto. Cuanto más opaco mejor. Como las tarjetas. ¿Y si “Él” era uno de ellos? ¿Y si “Él” formaba parte del conjunto de impresentables que había hecho un uso tan indebido de las tarjetas? La presión en mi corazón era tal que descuidé mi sentido del honor y me puse a la busca y captura de las huellas del delito. Si alguien tenía que descubrirle era yo. Sin pudor, revolví sus papeles hasta que el recibo de una tarjeta quemó mis dedos. Solo pude leer “hotel”. Las lágrimas brotaron a borbotones y supe que le había descubierto. La tarjeta hacía opaco lo que hasta ahora era transparente. Nuestro matrimonio, hecho añicos al constatar que mi “Él” formaba parte de ese alto porcentaje de hombres infieles -y encima tontos- que dejaban tan fácilmente las pruebas de su infidelidad. El mío, por lo menos, con su visa Iberia -que es gris-, que para eso nos dan puntos. Continué la investigación con mis ojos convertidos en polígrafos para que descubrieran la verdad sin atisbo de duda mientras el malvado estudio me martilleaba. El que decía que a los infieles se les descubre sobre todo por el móvil o por los movimientos de sus tarjetas de crédito. Hotel. La palabra se grabó en mi mente. Sumergida en mi dolor no percibí su llegaba. “¿Qué haces?”, preguntó. “Ordenar tus papeles”, dije. “¿Y que tienes en la mano?” “La prueba del delito”, grité. Entonces desperté. Me zarandeaban suavemente. Era “Él”. Le miré de forma idéntica a como lo hice cuando me pidió que nos casáramos. Lo sé. Profundamente enamorada. Había sido un mal sueño. 

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