Hola! Holaaaa!!! Holaaaaaa!!!! Aquí estoy. Feliz y contenta de volver a reencontrarme con ustedes, mis queridísimos lectores. Es más, puedo prometer y prometo que estoy en éxtasis. Lo he vuelto a conseguir, he sido capaz, otra vez más, de superar la prueba más difícil del año. El verano. El veranito. Yupi, yupi, guay. Esos días ideales de la muerte en los que si no matas es o por educación y si no te matan a ti es más o menos por lo mismo. ¡Qué viva la convivencia! ¡Qué viva las 24 horas del días en amor y compañía! ¡Qué viva tu marido, tus hijos, los amigos de tus hijos, los amigos de los amigos de tus hijos, el perro, el primo, la “cuñá”, el “cuñaó” y la madre que parece que trajo a todos a este mundo. O sea, tú. Torera, que eres una torera. Que ya le gustaría al torero de sus sueños lidiar como lidia una mujer en verano. Torera y santa. Que cuando dejas la gorra de chófer porque los niños ya han crecido y son adolescentes, te enfundas en el traje de luces y a lidiar cualquier tipo de faena. Desde que te levantas hasta que te acuestas. Al quite. Siempre al quite. Con los unos y los otros. Como en el primer paseíllo del día, el que haces para llegar de la cama al desayuno (el “desglamour” en su estado más puro, por cierto) , y te enfrenta a tu Miura de turno. “¿A que hora “pretendes” que se levanten los niños?”, brama el jefe de la manada nada más verte. Ese “pretendes” (que no pretenden, con “n”, o pretendo, con “o”, que es lo que realmente se ajustaría al bramido) esconde un Miura embravecido. O entras directa a matar, o bordas la faena. Optas por lo segundo. A lidiar que son dos días. Con los unos y los otros. En el fondo, que no en la forma, no le falta razón. Es parte del guión del verano. Los adolescentes, adorablemente adolescentes, y sus horarios. Sus entradas y sus salidas. Como nos pasó a nosotros. Hijos, padres, familia. Convivencia. Y mucha paciencia. Para poder sobrevivir. Nosotros, lo hemos conseguido. Verano de 2013. Qué pronto te echaré de menos.